miércoles, 20 de abril de 2016

El reloj cangrejo (I)

 ...el tiempo había avanzado en su rostro, dejando todo tipo de cicatrices, líneas desdobladas que simulaban cordilleras de años desorientadas, su mirada cansada como agotada de haber visto tanto, como perdida en la añoranza de las cosas que dejan de ser, sus recuerdos apenas llegaban a ser imágenes intermitentes que habían perdido su color real, los sueños ya no existían pues estos se alimentan de futuro, y el futuro ya no era más que el esbozo de un paso al final del camino, su cuerpo atormentado, templo de todo tipo de dolores y padecimientos, caricias que se convirtieron en llagas, besos ya evaporados y espasmos congelados, su cabeza despoblada, vacía de ideas, seca de pensamientos, postrado en un órgano metálico con ruedas que no le correspondía, que parecía una parte de su cuerpo a la que nunca llegaba la sangre, pero sobre todo solo, en la contemplación de un atardecer, donde los ocasos ya se pueden contar, y su numero ya tiene un sentido, el final, ochenta y nueve inviernos, y un corazón que había intentado suicidarse muchas veces, un sol tímido escondiéndose en el horizonte, quemando el frio de algún lugar lejano, pero dentro del un deseo extraño, el de seguir viviendo, de alguna manera pensaba que la vida no le había sido suficiente, que merecía otra oportunidad, pero las oportunidades en su vida habían muerto hacía tiempo atrás, de forma prematura, cuando el pájaro de la esperanza dejo de cantar en su ventana, y los días grises se volvieron realidad, el sol se había sumergido por completo en el horizonte, y la luna no había asistido a aquella noche, el silencio rebotaba en la nieve, agudizando la sensación de soledad, esta soledad que como un gas inerte lo asfixiaba lentamente.



Avanzo lentamente hacia el sótano impulsado por el movimiento de sus manos transmitido a las ruedas de una silla, encendió una lámpara de petróleo que dotaba de poca luz a aquel sótano y una extraña melancolía se apodero de su conciencia, la misma que lo había postrado frente a un gran baúl de madera pintado con polvo, saco una llave de uno de sus bolcillos y abrió el candado oxidado que mantenía cerrado aquel baúl, levanto la tapa con gran esfuerzo y una nube gris acompaño aquel acto, su respiración se acelero, y unas gotas de sudor corrieron por su frente, encendió una vela que se erguía sobre un plato de bronce, y empezó a hurgar dentro del baúl, entre papeles de color amarillento, y objetos antiguos como una pipa, un tintero, una brújula, retratos en color sepia, soldaditos de plomo y cara triste, monedas olvidadas, y otras cosas de otros tiempos, hasta que encontró lo que al parecer buscaba con tanto ahincó, un antiguo reloj de bolsillo al parecer de plata, en la tapa se podía leer la inscripción en latín «Sed fugit interea fugit irreparabile tempus» y la imagen grabada de un cangrejo, abrió la tapa para descubrir que las manecillas del reloj ya no avanzaban, y entonces recordó la historia que el abuelo le conto antes de morir y precisamente cuando este le regalo aquel reloj que nunca había visto funcionar...



 
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.




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