...un día escuche por ahí que en algún lugar del mundo alguien había encontrado un extraño reloj, este no parecía apuntar, horas ni minutos mucho menos segundos, en un ritmo desesperado, sus manecillas parecían buscar con ansias un punto exacto dentro de si mismo, hay quienes dicen que este reloj es capas de comerse el tiempo, desde aquel día los relojes me dan miedo...
Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Húmeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Húmeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía de ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.
Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los prismáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. La suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algún indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo cómo la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
Cuando volvió el chico seguía durmiendo. Retiró la lona de plástico azul que lo cubría y
la dobló y la llevó al carrito de supermercado y la metió dentro y regresó con los platos y unos copos de avena en su bolsa de plástico y una botella de plástico de sirope. Extendió en el suelo la pequeña lona que les servía de mesa y colocó las cosas y se sacó la pistola del cinturón y la dejó sobre el mantel y luego se quedó mirando cómo dormía el chico. Se había quitado la mascarilla por la noche y estaba sepultada bajo las mantas. Observó al chico y miró entre los árboles hacia la carretera. Ese lugar no era seguro. Ahora que era de día podían verlos desde la carretera. El chico se movió. Luego abrió los ojos. Hola, papá, dijo.
Aquí estoy.
Ya lo sé.
Una hora después estaban en la carretera. Él empujaba el carrito y entre los dos cargaban las mochilas. En las mochilas había cosas básicas. Por si tenían que abandonar el carrito y echar a correr. Asegurado al asa del carrito había un retrovisor de motocicleta que él utilizaba para mirar la carretera a sus espaldas. Se subió un poco más la mochila y observó el campo devastado. La carretera estaba desierta. En el pequeño valle la serpiente todavía gris de un río. Inmóvil y precisa. A lo largo de la orilla unos carrizos secos. ¿Estás bien?, dijo. El chico asintió con la cabeza. Luego echaron a andar por el asfalto bajo una luz gris plomo, arrastrando los pies por la ceniza, cada cual el mundo entero para el otro.
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