jueves, 29 de octubre de 2009

Los dejamos ir

...pocas veces nos detenemos a hacer conciencia,
de las cosas que pasan en nuestro planeta,
creemos que todo es por coincidencia,
y pensamos que nuestra vida es perfecta,

aprendemos a cerrar los ojos,
para no ver lo que le pasa a la gente,
nos olvidamos de aquellos despojos,
que en su intento de vida han encontrado la muerte,

hemos sellado nuestros oidos,
para no escuchar los gritos,
de aquellos que se encuentran abatidos,
porque no pueden superar sus conflictos,

y dejamos que se vayan a la suerte del desierto,
con el calor, el sol, la luna y el frio como enemigos,
encontrando mas que un lugar de desconcierto,
que en vez de premios les dara castigos,

y los olvidamos porque quizas nunca los vimos,
pero en la conciencia de algunos quedara su muerte,
aunque quizas ellos tampoco los conocieron vivos,
y ahora para ellos es solo un poco de materia inerte...


Una piedra,

un trébol de cuatro hojas,

una flor que ya no tenía olor ni color,

un zapato solo,

un mechón de pelo,

una vieja llave que había perdido

su puerta,

una pipa que había perdido su boca,

el nombre de alguien bordado en

un pañuelo,

el retrato de alguien en marco de óvalo,

una cobija que había sido compartida

y otras cosas y cositas venían envueltas, entre ropas muy gastadas y lavadas, en las valijas de los peregrinos. No era mucho lo que cabía en cada valija, pero en cada valija cabía un mundo. Chueca, destartalada, atada con cordones o mal cerrada por herrajes herrumbrosos, cada valija era como eran todas, pero cada una era igual a ninguna.

Los hombres y las mujeres llegados desde lejos se dejaban llevar, como sus valijas, de fila en fila, y se amontonaban, como sus valijas, esperando. Venían de remotas aldeas perdidas en el mapa de Europa, fugitivos de la miseria y de otros horrores, y al cabo de la larga travesía habían desembarcado en la isla Ellis. Estaban a un paso de la estatua de la Libertad, que había llegado poco antes que ellos al puerto de Nueva York.

En la isla, funcionaba el colador. Los porteros de la Tierra Prometida interrogaban y clasificaban a los inmigrantes, les escuchaban el corazón y los pulmones, les estudiaban los párpados, las bocas y los dedos de los pies, los pensaban y les medían la presión, la fiebre, la estatura y la inteligencia.

Los exámenes de inteligencia eran un desastre. Muchos de los recién llegados no sabían escribir y no atinaban más que a balbucear palabras incomprensibles, en lenguas desconocidas. Para definir su coeficiente intelectual, las mujeres debían contestar, entre otras preguntas, cómo se barría una escalera: ¿Se barría hacia arriba, hacia abajo o hacia los costados? Una muchacha polaca respondió:

-Yo no he venido a este país para barrer escaleras.

Los inmigrantes

Eduardo Galeano

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