miércoles, 23 de octubre de 2013

¿Qué Pasará?

...y ¿Qué Pasará? cuando el tiempo nos haga trizas, y las lagrimas empiecen a tener sentido, cuando volteemos atrás para encontrarnos, para creer que hay algo mas, y ¿Qué Pasará? cuando los años aparezcan en nuestros rostros, y las cicatrices emerjan del fondo de nuestras almas, y los anhelos ya hayan pasado al olvido, y los sueños hayan perdido su lugar,¿Qué Pasará? cuando rutina signifique vida, cuando silencio rime con indecisión, con nunca fue y se acabo, ¿Qué Pasará? cuando se nos arrugue el corazón y las golondrinas aprendan a volar y empecemos a estar sin estar, ¿Qué Pasará? cuando no sea suficiente la memoria y se nos pierdan los recuerdos, cuando el valió la pena ya no valga, ¿Qué Pasará? ese día en que la felicidad toque la puerta y la realidad no la deje entrar, cuando las noches parezcan días, cuando los suspiros se nos atoren en la garganta, cuando ya no haya mas, ¿Qué Pasará? cuando la verdad nos caiga encima, y nos encuentre en una cama fríos, secos, vacíos, muertos de amor sin amor...


"En aquél Macondo olvidado hasta por los pájaros, dónde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa dónde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra."

Cien años de soledad
Gabriel García Márques

martes, 15 de octubre de 2013

Nunca sabremos

…nunca sabremos cuando es que fue la despedida, cuando nuestras manos apuntaron a un cielo definitivo en esa danza circular a la que llaman adiós, como si esas manos que estuvieron diluidas supieran de finales y destierros, nunca sabremos si fue en la cama o en el mar, o en aquel momento en que ya no estuvimos, aunque a ciencia cierta nunca sabremos si eso sucedió, ante el atisbo de un recuerdo cauteloso repaso con mis ojos y mis dedos aquel momento, tu silueta desvaneciéndose en el cruzar de mis desvíos, tal vez sabia que no te volvería a ver, pero eso aun no lo se, nunca sabremos cuando desaparecimos, cuando el cielo volvió a ser simplemente cielo y todo lo que hay dentro de él, nunca sabremos si nuestro lugar esta en el ayer, si debimos haber hecho tratos con dioses relojeros, nunca sabremos si hay ocasión de volver, o si fuimos fugaces, lo que si sabemos es que fuimos amor…


Caí en la cuenta de que no volvería a ver a Nancy muy poco a poco. Al principio estaba enfadado con ella y no me importó. Después, cuando preguntaba por ella, mi madre debía de distraerme con una respuesta vaga, para no recordar ni recordarme la angustiosa escena. Seguro que fue entonces cuando empezó a pensar en serio en enviarme al colegio. Creo que me instalaron en Lakefield aquel mismo otoño. Probablemente mi madre sospechaba que cuando me acostumbrase a estar en un colegio de chicos el recuerdo de haber tenido una compañera de juegos se iría difuminando y me parecería algo indigno, incluso ridículo.

El día después del funeral de mi padre mi madre me sorprendió al preguntarme si la llevaría a cenar afuera (por supuesto, ella me llevaría a mí), a un restaurante a orillas del lago, a varios kilómetros de allí, donde esperaba que no hubiera nadie conocido.
-Tengo la sensación de llevar toda la vida encerrada en esta casa –dijo-. Necesito tomar aire.
En el restaurante miró discretamente a su alrededor y anunció que no conocía a nadie.
-¿Te tomas una copa de vino conmigo?
¿Habíamos recorrido toda aquella distancia para que ella pudiera beber vino en público?
Cuando llegó el vino y pedimos la cena, dijo:
-Hay algo que creo que deberías saber.
Esta puede ser una de las frases más desagradables que puede escuchar una persona. Existen muchas probabilidades de que lo que deberías saber te resulte gravoso, y de que se insinúe que otras personas han tenido que soportar la carga mientras que tú te has librado todo ese tiempo.
-¿Que mi padre no es mi verdadero padre? –dije-. ¡Yupi!
-No seas bobo. ¿Te acuerdas de tu amiguita Nancy?
La verdad es que tardé unos momentos en acordarme. Después dije:
-Vagamente.

En aquella época todas las conversaciones con mi madre parecían requerir una estrategia. Tenía que mostrarme desenfadado, gracioso, indiferente. En su rostro y su voz había un dolor latente. Nunca se quejaba de su situación, pero en las historias que me contaba había tantas personas inocentes y maltratadas, tantas atrocidades, que se suponía que yo debía volver como mínimo apesadumbrado con mis amigos y mi afortunada vida.
Yo no estaba dispuesto a colaborar. Posiblemente lo único que mi madre quería era alguna muestra de compasión, o tal vez de ternura física. Yo no podía dársela. Era una mujer maniática, aún no maltrecha por la edad, pero yo la rehuía como si comportara un riesgo de depresión pertinaz, como un hongo contagioso. Rehuía sobre todo cualquier alusión a mi desgracia, que a mí me parecía que ella valoraba de una forma especial, la atadura de la que yo no podía librarme, que tenía que reconocer, que me unía a ella desde la cuna.
-Probablemente te habrías enterado si estuvieras más en casa –dijo-. Aunque ocurrió poco después de que te enviáramos al colegio.
Nancy y su madre se fueron a vivir a un apartamento propiedad de mi padre, en la plaza. Allí, una mañana de otoño, la madre de Nancy encontró a su hija en el cuarto de baño, empuñando una cuchilla de afeitar y cortándose una mejilla. Había sangre en el suelo y en el lavabo y Nancy se había salpicado por todas partes. Pero no cedió en su propósito ni dio ningún grito de dolor.
¿Cómo sabía mi madre todo aquello? Solo puedo creer que fue un drama conocido en la ciudad, sobre el que supuestamente había que correr un velo, pero demasiado sangrante y sangriento para no contarlo con detalle.
La madre de Nancy envolvió a su hija en una toalla y consiguió llevarla al hospital. En aquella época no había ambulancias. Probablemente paró un coche en la plaza. ¿Por qué no llamó por teléfono a mi padre? Da igual, no lo hizo. Los cortes no eran profundos ni la pérdida de sangre demasiado grande, a pesar de las salpicaduras; no habían afectado ningún vaso sanguíneo importante. La madre no paraba de reprender a la niña y de preguntarle si estaba bien de la cabeza.
“A mí tenía que caerme una hija como tú”, decía una y otra vez.
-Si en aquellos tiempos hubiera habido trabajadores sociales, seguro que a esa pobre criatura la hubieran internado en un centro de acogida de menores –dijo mi madre-. Era en la misma mejilla. Como la tuya.
Intenté guardar silencio, fingir que no sabía de qué me estaba hablando, aunque debía decir algo.
-Tenía pintura por toda la cara.
-Sí. Pero esta vez lo hizo con más cuidado. Se cortó solo una mejilla, intentando parecerse lo más posible a ti.
En esta ocasión conseguí no responder.
-Si hubiera sido chico habría sido diferente, pero para una chica es terrible.
-Hoy en día la cirugía plástica hace cosas increíbles.
-Sí, bueno. Quizá consigan hacer algo. –Un momento después añadió-: Qué sentimientos tan profundos. Los que tienen los niños.
-Lo superan.
Mi madre dijo que no sabía qué había sido de ellas, ni de la madre ni de la hija. También de que se alegraba de que yo nunca hubiera preguntado nada, porque le habría horrorizado tener que contarme algo tan penoso cuando yo era todavía pequeño.
No sé si guardará alguna relación con algo, pero he de decir que mi madre cambió por completo cuando ya era muy anciana. No paraba de soltar disparates, como que mi padre había sido un magnífico amante y ella “una chica bastante mala”.
Sostenía que yo debería haberme casado con “esa chica que se cortó la cara” porque ninguno de los dos podría haberse sentido más orgulloso que el otro de haber hecho una buena obra. Cada uno sería igual de repulsivo que el otro, decía con sorna.
Yo estaba de acuerdo. Entonces empecé a quererla bastante.

Hace unos días me picó una avispa mientras recogía unas manzanas podridas de debajo de uno de los viejos árboles. Me picó en un párpado, que se me cerró rápidamente. Fui en el coche al hospital, valiéndome del otro ojo (el hinchado era el del lado “bueno” de mi cara) y me sorprendió que me dijeran que tenía que pasar la noche ingresado. El motivo era que cuando me pusieran la inyección tendrían que vendarme los dos ojos, para evitar que forzara el otro, con el que veía bien. Pasé lo que suelen llamar una mala noche, me desperté muchas veces. Nunca hay demasiada tranquilidad en los hospitales, naturalmente, y en el poco tiempo que estuve sin ver me dio la impresión de que se me agudizaba el sentido del oído. Cuando oí unas pisadas en mi habitación supe que eran de una mujer, y me pareció que no era una enfermera. Sin embargo, cuando dijo “Está despierto. Bien. Vengo a leerle”, pensé que me había equivocado, que sí era una enfermera. Estiré un brazo, creyendo que iba a leerme las llamadas constantes vitales.
-No, no –dijo ella con su firme vocecita-. He venido a leerle un libro, si le apetece. A algunas personas les gusta. Se aburren de estar tumbadas con los ojos cerrados.
-¿Quién elige? ¿Ellas o usted?
-Ellas, pero a veces yo les recuerdo algo. Intento recordarles alguna historia de la Biblia, alguna parte de la Biblia de la que se acuerden. O algún cuento de cuando eran pequeños. Siempre traigo un montón de cosas.
-A mí me gusta la poesía.
-No parece demasiado entusiasmado.
Me di cuenta de que era verdad, y sabía por qué. He leído poesía en voz alta, por la radio, y he escuchado leer a otras voces educadas, y hay algunas formas de leer con las que me siento cómodo y otras que detesto.
-Entonces podríamos jugar a un juego –dijo ella, como si yo se lo hubiera explicado, cosa que no había hecho-. Yo le leo un par de versos, me callo y vemos si usted puede recitar el siguiente. ¿Le parece bien?
Pensé que a lo mejor era una chica muy joven, deseosa de despertar interés, de tener éxito en ese trabajo.
Le contesté que me parecía bien, pero que nada en inglés antiguo.
-“Estaba el rey en Dunfermline…” –empezó a decir, como esperando respuesta.
-“Bebiendo vino del color de la sangre…” –continué, y seguimos de buena gana. Ella leía bastante bien, aunque a una velocidad infantil, como para lucirse. Empezó a gustarme el sonido de mi voz, y de vez en cuando me permitía una pequeña floritura teatral.
-Qué bonito –dijo ella.
-“Te mostraré dónde crecen los lirios / en las riberas de Italia…”
-¿Es “crecen” o “nacen”? – dijo-. No tengo ningún libro donde salga ese poema. Pero debería acordarme. Da igual; es precioso. Siempre me gustó su voz por la radio.
-¿En serio? ¿Me escuchaba?
-Claro. Y mucha gente.
Dejó de apuntarme versos y yo tomé la delantera. Ya se pueden imaginar. “La playa de Dover”, “Kubla Khan”, “Viento del oeste”, “Los cisnes salvajes”, y “Juventud condenada”. Bueno, quizá no todos, y quizá no enteros.
-Está usted sofocado –dijo. Su pequeña mano se posó rápidamente en mi boca. Y después su cara, un lado de su cara, en la mía-. Tengo que irme. Solo otro antes de marcharme. Se lo voy a poner más difícil, porque no voy a empezar por el principio.
-“Nadie largo tiempo te llorará / por ti rezará, te extrañará. / Tu lugar ha quedado libre…”
-No lo había oído nunca –dije.
-¿Seguro?
-Seguro. Usted gana.
Yo había empezado a sospechar algo. Ella parecía distraída, un poco molesta. Oí el reclamo de los gansos que sobrevolaban el hospital. En esta época del año hacen prácticas de vuelo, y después los vuelos se prolongan cada vez más hasta que un día los gansos se marchan. Estaba despertándome, con esa sensación de sorpresa e indignación que sigue a un sueño convincente. Quería dar marcha atrás y que ella pusiera su cara contra la mía, Su mejilla en la mía. Pero los sueños no son tan complacientes.

Cuando recuperé la vista y volví a casa busqué los versos con los que ella me había dejado en mi sueño. Repasé un par de antologías y no los encontré. Empecé a sospechar que los versos no eran de ningún poema de verdad, sino que habían sido inventados en el sueño, para confundirme.
¿Inventados por quién?
Pero más entrado el otoño, un día que estaba preparando unos libros viejos para donarlos a una venta benéfica, se me cayó un papel pardusco, con unos versos escritos a lápiz. No era la letra de mi madre, y difícilmente podría haber sido la de mi padre. Entonces, ¿de quién? Quienquiera que fuera había escrito el nombre del autor al final. Walter de la Mare. Sin título. No conozco demasiado bien las obras de ese autor, pero era probable que hubiese visto el poema en algún momento, quizá no en ese manuscrito sino en un libro de texto, y hubiese enterrado las palabras en las profundidades de mi cerebro. ¿Y por qué? ¿Solo para que me incordiaran, o que me incordiara el fantasma de una audaz mujer-niña, en un sueño?

No hay pesar
que el tiempo no cure,
pérdida ni traición
irremediable.
Bálsamo para el alma,
aún si la tumba
cercena
al amante del amado
y cuanto comparten.
Mira, brilla el sol,
pasado el aguacero;
las flores lucen su belleza,
¡qué hermoso día!
Que el amor y el deber
no te inquieten.
Los amigos largo tiempo alvidados
quizá te esperen allí donde
vida y muerte
todo igualan.
Nadie largo tiempo te llorará,
por ti rezará, te extrañará.
Tu lugar ha quedado libre,
tú ya no estás.

El poema no me deprimió. Parecía corroborar de una forma extraña la decisión que ya había tomado de no vender la casa y quedarme.
Algo había ocurrido allí. En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizá solo uno, donde ocurrió algo, y después están todos los demás sitios.
Por supuesto, sé que si me hubiera topado con Nancy –en el metro de Toronto, por ejemplo-, los dos con nuestras marcas bien reconocibles, lo más probable es que no hubiéramos pasado de una de esas conversaciones absurdas y embarazosas, con la enumeración de detalles autobiográficos inútiles. Yo me habría fijado en la mejilla retocada, casi normal, o en la cicatriz aún bien visible, pero seguramente no habría salido en la conversación. Quizá se habría hablado de hijos. No tan improbables en el caso de Nancy, retocada o no. De nietos, del trabajo. Quizá no tendría que haberle contado en qué consistía el mío. Asombrados, cordiales, muriéndonos de ganas de salir corriendo.
¿Creen que eso habría cambiado las cosas?
La respuesta es: naturalmente, durante cierto tiempo, y jamás.

Demasiada Felicidad
Alice Munro

martes, 8 de octubre de 2013

Introspección

…y de repente estaba solo, sin tiempo, sin sonido, con el brote instantáneo de una lágrima, con un silencio agudo que atravesaba mi garganta, muda en ese instante con dirección creo yo a mi corazón, al frió y denso camino de mi alma, de esta parte nublada de mi ser, de este eclipse de luna, de este mar colapsado y pensé en la luz que me faltaba, los tiempos de antaño semanas atrás, cuando la felicidad tenia nombre pero que ahora yacía sepultada detrás de mis ojos, en esta humedad desdibujada, cerré los ojos para escapar de la oscuridad, para encontrarme con aquel hombre que fue antes de ti, que nació sin ti, y que quizás morirá sentí, y lo encontré sentado, mejor dicho derrumbado, frente a tu puerta o la de tu alma, hundido en el desasosiego, en la caridad de los recuerdos que desfilan uno a uno en sentido contrario a tus calles, lejos de tu cielo, cerca del olvido, y aquel momento se convirtió en memoria, en una llaga mas de esta historia donde los personajes huyen hacia el desencuentro, donde la marea sube para ahogar nuestras esperanzas, volteó y te encuentro ahí sentada junto aquel hombre que fui yo, clamando las mismas penas de este amor que no fue amor, llorando hasta el ultimo recuerdo…


¿Por qué tenemos que quedarnos todos tan solos? Pensé. ¿Qué necesidad hay? Hay tantísimas personas en este mundo que esperan, todas y cada una de ellas, algo de los demás, y que, no obstante, se aíslan tanto las unas de las otras. ¿Para qué? ¿Se nutre acaso el planeta de la soledad de los seres humanos para seguir rotando? Me tumbé de espaldas sobre una piedra plana, alcé la vista hacia el cielo y pensé en la multitud de satélites artificiales que debían de estar girando alrededor de la tierra. El horizonte aún estaba ribeteado de una pálida luz, pero en aquel cielo teñido de un profundo color vino empezaban a brillar ya las estrellas. Busqué en él la luz de los satélites. Pero aún había demasiada claridad para que pudieran apreciarse a simple vista. Las estrellas visibles permanecían inmóviles, cada una en su lugar, como clavadas en el cielo. Cerré los ojos, agucé el oído y pensé en los descendientes del Sputnik que cruzaban el firmamento teniendo como único vínculo la gravedad de la tierra. Unos solitarios pedazos de metal en la negrura del espacio infinito que de repente se encontraban, se cruzaban y se separaban para siempre. Sin una palabra, sin una promesa.

Sputnik, mi amor
Haruki Murakami
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