miércoles, 16 de noviembre de 2011

El camino a la luna

...caminaba absorto por la orilla de una playa en la sublevación de un mar olvidado, olvidado por las gaviotas, por los pelicanos, por la gente que solía visitar aquel costado del mar solitario, sin las huellas de la melancolía de aquellos que suelen arrojarse a la tristeza, de la gente que busca consuelo en el vaivén de las olas, en el susurro del viento, en la inmensidad de un cielo estrellado reflejado en el mar, pero ahí no había nadie, solo yo el mar y la luna, pero aquella luna no era cualquier luna algo la había sonrojado, por alguna razón había cambiado de piel, roja o naranja o lo que surge de la mezcla de ambos colores, parecía estarse incendiando, como si imitara al sol en una hermosa tarde, pero la luna no esta hecha para los ocasos, es la noche donde ella reina y aquella noche no había astro mas hermoso en aquel cielo de estrellas que guiñen los ojos y que brincan de un lado a otro arrastrando su cola, tanto para sublimar el alma, tanto para ensanchar el corazón, ese corazón entristecido por el recuerdo de alguien que ya no esta, alguien que se había marchado, dejando una estela de tristezas en mi vida, la luna se asomaba por el mar como si hubiera estado embriagandose con lava y fuego, un camino rojo se dibujo en medio del mar, frente a mis ojos, el reflejo rojo de la luna lo atravesaba formando un hermoso camino carmesí que llegaba hasta las faldas de la luna, una sensación extraña invadió mi cuerpo algo en mi me decía que ese camino era real, que si de pronto empezaba a caminar por el sin duda llegaría a la luna, pero la razón no me permitia creer, el lugar de la luna es el cielo y no al final de este camino, aunque mis ojos y mi corazón digan lo contrario, entonces camine hacia un lado con el fin de evadir el camino o mi imaginación o que se yo, pero el camino parecía seguirme como si realmente quisiera ser caminado, entonces pensé que puede pasar si lo intento, no todo en el mundo puede estar hecho de realidad, el mundo tiene derecho a cosas fantásticas quizás los hombres tenemos derecho a algo fantástico en nuestra vida, a algo irreal, a algo que se aleja de lo conocido y mas bien parece un sueño entonces comencé a caminar por la arena casi convencido de que solo mojaría mis zapatos y si realmente era intrépido toda mi ropa, pero mi momento fantástico de la vida era este y el camino realmente existía y si era rojo brillante y por debajo de el pasaban peces rojos que quizás eran de otros colores, mi incredulidad se convirtió en una asombro alimentado por la belleza de aquel momento en que un camino rojo me llevaba hasta la luna, pero ¿cuanto tendría que caminar para llegar a ella?,  cuando empecé a caminar la luna lucia mas grande, pero poco a poco parecía hacerse mas pequeña y el camino mas estrecho entonces apresure el paso, peces con alas de arcoiris brincaban de un lado a otro frente a mi y algunos delfines parecían acompañarme en mi travesía, pero la luna en vez de parecer mas cerca se alejaba y su color rojo poco a poco se se difuminaba en un plateado brillante, pensé en detenerme y desistir porque cada vez el camino seria mas estrecho y terminaría en una cuerda floja y quizás caería en medio del mar y por lo que recordaba yo ni nadar sabia, entonces me vino a la mente el recuerdo de aquella persona que poco a poco se alejaba de mi cuando yo mas me acercaba a ella, aunque ella también cambiaba y recordé que lo que hice fue dejar de caminar hacia ella por temor a ahogarme y ella cada cada vez se alejo mas de mi hasta que un día ya no pude verla, ahora entiendo que debí haber caminado por aquella cuerda floja que de el otro lado me esperaba una luna hermosa capas de poder hincar mi alma ante su belleza, el camino se hacia mas delgado y su recuerdo mas grueso hasta que de pronto no hubo mas camino, pero ¿que creen? al final del camino me encontré una escalera...



Hubo un tiempo, según Sir George H Darwin, en que la Luna estaba muy cerca de la Tierra. Las mareas fueron poco a poco empujándola lejos, esas mareas que ella, la Luna, provoca en las aguas terrestres y en las cuales la Tierra pierde lentamente energía.

¡Claro que lo sé –exclamó el viejo Qfwfq–, ustedes no pueden acordarse, pero yo sí. La teníamos siempre encima, a la Luna, desmesurada; en plenilunio –noches claras como de día, pero con una luz color manteca– parecía que iba a aplastarnos; en novilunio rodaba por el cielo como un paraguas negro llevado por el viento, y en cuarto creciente se acercaba con los cuernos tan bajos que parecía a punto de ensartar la cresta de un promontorio y quedarse allí anclada. Pero todo el mecanismo de las fases marchaba de una manera diferente de la de hoy, porque las distancias del Sol eran distintas, y las órbitas, y la inclinación de no recuerdo qué; además, eclipses, con Tierra y Luna tan pegadas, los había a cada rato, imagínense si esas dos bestias no iban a encontrar manera de hacerse continuamente sombra una a la otra.

¿La órbita? Elíptica, naturalmente, elíptica; por momentos se nos echaba encima, por momentos remontaba vuelo. Las mareas, cuando la Luna estaba más baja, subían que no había quien las sujetara. Eran noches de plenilunio bajo bajo y de marea alta alta y si la Luna no se mojaba en el mar era por un pelo, digamos, por pocos metros. ¿Si nunca habíamos tratado de subirnos? ¡Cómo no! Bastaba llegar justo debajo con la barca, apoyar una escalera y arriba.

El punto donde la Luna pasaba más bajo estaba en mar abierto, en los Escollos de Zinc. Ibamos en esas barquitas de remos que se usaban entonces, redondas y chatas, de corcho. Éramos varios: yo, el capitán Vhd Vhd, su mujer, mi primo el sordo y a veces la pequeña Xlthlx, que entonces tendría doce años. El agua estaba aquellas noches tranquilísima, plateada que parecía mercurio, y los peces, adentro, violetas, que no podían resistir a la atracción de la Luna y salían todos a la superficie, y también pulpos y medusas de color azafrán. Había siempre un vuelo de animalitos menudos –pequeños cangrejos, calamares y también algas livianas y diáfanas y plantitas de coral– que se despegaban del mar y terminaban en la Luna, colgando de aquel techo calcáreo, o se quedaban allí en mitad del aire, en un enjambre fosforescente que ahuyentábamos agitando hojas de banano.

Nuestro trabajo era así: en la barca llevábamos una escalera; uno la sostenía, otro subía y otro le daba a los remos hasta llegar debajo de la Luna; por eso teníamos que ser tantos (sólo he nombrado a los principales). El que estaba en la cima de la escalera, cuando la barca se acercaba a la Luna gritaba espantado: "¡Alto! ¡Alto! ¡Me voy a pegar un cabezazo!" Era la impresión que daba viéndola encima tan inmensa, tan erizada de espinas filosas y bordes mellados y dentados. Ahora quizá sea distinto, pero entonces la Luna, o mejor dicho el fondo, el vientre de la Luna, en fin, la parte que pasaba más arrimada a la Tierra hasta casi rozarla, estaba cubierta de una costra de escamas puntiagudas. Al vientre de un pez se parecía y también el olor, por lo que recuerdo, era si no exactamente de pescado, apenas más leve, como de salmón ahumado.

...

... Ahora me preguntarán ustedes qué diablos íbamos a hacer en la Luna, y les explico. Ibamos a recoger leche, con una gran cuchara y un balde. La leche lunar era muy densa, como una especie de requesón. Se formaba en los intersticios entre escama y escama por la fermentación de diversos cuerpos y sustancias de origen terrestre, procedentes de los prados y montes y lagunas que el satélite sobrevolaba. Se componía esencialmente de: jugos vegetales, renacuajos, asfalto, lentejas, miel de abejas, cristales de almidón, huevos de esturión, mohos, pollitos, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales, material de combustión. Bastaba meter la cuchara debajo de las escamas que cubrían el suelo costroso de la Luna para retirarla llena de aquel precioso lodo.


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