miércoles, 3 de abril de 2013

El cielo (Fragmento de mi novela: El reloj cangrejo)

...no tenia de idea de lo que era el cielo, aunque en su vida el cielo había tenido varios significados, como aquella noche en que se encontró con Deliry a escondidas de su padre, paralelos al umbral infinito que se postraba frente a sus ojos, con estrellas titilantes que no se decidían por algún color, y otras tantas que brincaban de un lugar a otro, aquel cielo daba miedo, parecía que un enorme lago estaba encima de ellos y sobre el una cantidad incontable de luciérnagas que volaban de un lugar a otro,y aunque parecía que este lago infinito en algún momento caería encima de ellos, poco atención puso a aquel cielo, de alguna forma creía que era mejor observarlo en el reflejo de los ojos de Deliry, las palabras esa noche fueron tan innecesarias que no recordó ni una sola, recordaba también otra noche en que de niño se creyó el cuento del abuelo de que alguien se había robado las estrellas, en aquel cielo de un Otoño de su niñez simplemente no había estrellas al preguntarle al abuelo la razón, este le contesto, que si recordaba la vez que le había preguntado el porque todos los días por la mañana se sentaba a leer el periódico, y que con simpleza le contesto que solo era para enterarse de las cosas que pasan, según el abuelo, el titular del diario de aquella mañana destacaba con letras grandes que alguien había robado las estrellas y también recordó aquella noche en que Deliry murió, y que tanto había escuchado a la gente que repetía y repetía, que ella había ido al cielo, cosa absurda pensó como es que ella se había ido al cielo, si el cielo estaba en sus ojos, no importa el cielo si no lo que esta debajo de él, al final el cielo es un buen baúl para guardar recuerdos…



Una vez intenté escribir un relato en el que mi padre y yo nos reuníamos en el cielo. De hecho, una primera versión de este libro empezaba así. Yo tenía la esperanza de llegar a ser en el relato un buen amigo suyo. Pero el relato se complicaba perversamente, como suele pasar con los relatos cuando tratan de individuos reales a quienes hemos conocido. Al parecer, en el cielo la gente podía tener la edad que quisiera, siempre que hubiera vivido tal edad en la tierra. Así, por ejemplo, John D. Rockefeller, el fundador de la Standard Oil, podía tener cualquier edad hasta los noventa años. King Tut, cualquiera hasta los veintinueve, y así sucesivamente. Me desilusionó, como autor del relato, el que mi padre decidiese tener sólo nueve años en el cielo.
Yo, por mi parte, había decidido tener cuarenta y cuatro: respetable, pero también muy atractivo aún. Mi desilusión con mi padre se convirtió en vergüenza y rabia. Era igual que un lémur, como lo son los niños a los nueve años, todo ojos y manos. Tenía una reserva inagotable de lápices y cuadernos y andaba siempre siguiéndome los pasos, dibujándolo todo e insistiendo en que admirase los dibujos que acababa de hacer. Los recién conocidos me preguntaban a veces quién era aquel chiquillo tan raro, y yo tenía que decir la verdad porque en el cielo no se podía mentir: «Es mi padre.»
Los abusones disfrutaban haciéndole sufrir, porque no era como los otros niños. No se entretenía con las conversaciones de los niños ni con los juegos de los niños. Así que le perseguían y le agarraban y le quitaban los pantalones y los calzoncillos y los tiraban por la boca del infierno. La boca del infierno era como una especie de pozo de los deseos sin cubo ni polea. Podías asomarte y oír los alaridos desmayados de Hitler y Nerón y Salomé y Judas y gente así, allá, a lo lejos, abajo, muy abajo. Yo me imaginaba a Hitler, que sufría ya el máximo calvario, encontrándose periódicamente la cabeza cubierta con los calzoncillos de mi padre.
Y siempre que le robaban sus prendas, mi padre acudía corriendo a mí, rojo de rabia. Y yo a lo mejor estaba con alguien a quien acababa de conocer y a quien estaba impresionando con mi urbanidad... y aparecía mi padre, dando alaridos y con el pajarito ondeando al viento.
Me quejé a mi madre del asunto, pero me dijo que no sabía nada de él ni sobre él, pues sólo tenía dieciséis años. Así que no me quedaba más remedio que aguantarle, y lo único que podía hacer era gritarle de vez en cuando: «¡Por el amor de Dios, papá, por qué demonios no quieres crecer!»

En fin, el relato insistía tanto en ser desagradable, que dejé de escribirlo.

Pajaros de celda 
Kurt Vonnegut

4 comentarios:

•• J a d e •• dijo...

Pedroooo Danieeeeel!! Cómo vas con el reloj cangrejo???

Me gusto este fragmento, espero poder tener tu novela terminada en mis manos un día no muy lejano....

Espero que todo ande bien contigo :)
Saludos!

Pedro Daniel dijo...

Voy bien, avanzando y luego me detengo un poco, pero bien quiero e intento que sea una novela de esas en las que cada parrafo te pone a pensar, por eso es que va algo lento, y espero lograrlo, gracias por el empuje, eso sirve, derrepente creo que nadie me lee, creo que es importante el sentirse leido...

Todo bien por mi vida, viviendo, disfrutando, aprendiendo, me gusta Tijuana sabes...

•• J a d e •• dijo...

Que bien! que gusto leer eso!!

Yo andaba un poco ausente del mundo bloguero, del mundo virtual en general de hecho... también a veces hace falta desconectarse un poco....
Pero ya sabes que me gusta un montón como escribes, así que siempre regreso y me pongo al día...

Tijuana!..... Tijuana tiene su encanto creo yo, que bien que te hayas adaptado a estas tierras... :)

Pedro Daniel dijo...

Wao no dejon de leer este fragmento, para mi es en literatura el resumen de lo que a mi me gusta, si escribo algo me gustaria que fuera asi, simple y tajante, crudo y directo, las letras deben de ser capaces de estrujar el corazon, y este corazon esta estrujado..

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