miércoles, 7 de abril de 2010

Idilio

...este idilio es de una vida, de las que suelen ser enteras no por tanto duraderas pero tampoco pasajeras, este idilio es de mil formas unas curvas y otras planas para fieras tan humanas que parecen de a de veras, este idilio de falderas tiene muchas primaveras, unas cortas y otras eternas, de entre brazos y entre piernas, para abrazos de sirenas, unas mías y otras ajenas, para curarme de las penas, o para acostarme con ellas, este idilio es de estrellas, mares, lunas y otras cosas bellas, este idilio sin dueño que aparece como un sueño, entre cosas de colores que les gusta el blanco y negro, este idilio es de cera, de perfumes y quimeras, de momentos sin sabores y otras tantas emociones...

¿Por qué es tan importante para Teresa la palabra idilio?
Nosotros, que hemos sido educados en la mitología del Antiguo Testamento, podríamos decir que un idilio es la imagen que nos ha quedado como recuerdo del Paraíso: la vida en el Paraíso no semejaba una carrera en línea recta que nos conduce a lo desconocido, no era una aventura. Se movía en círculo entre cosas conocidas. Su uniformidad no era un aburrimiento, sino un motivo de felicidad.
Mientras el hombre vivió en el campo, en la naturaleza, rodeado de animales domésticos, en el regazo de las épocas del año y de su repetición, quedaba aún dentro de él al menos un reflejo de ese idilio paradisíaco.
Adán, en el Paraíso, cuando se inclinaba sobre una fuente, aún no sabía que aquello que veía era él mismo. No habría comprendido a Teresa cuando, de niña, se ponía ante el espejo y trataba de ver su alma a través de su cuerpo. Adán era como Karenin. Teresa se divertía con frecuencia poniéndolo frente al espejo. No reconocía su imagen y se comportaba con increíble desinterés y distracción.
La comparación entre Karenin y Adán me lleva a pensar que en el Paraíso el hombre aún no era hombre. Más exactamente: el hombre aún no había sido lanzado a la órbita del hombre. Nosotros hace ya mucho que hemos sido lanzados y volamos por el vacío del tiempo que transcurre en línea recta. Pero aún sigue existiendo dentro de nosotros una estrecha cuerdecilla que nos ata al lejano y nebuloso Paraíso en el que Adán se inclina sobre la fuente y, siendo totalmente distinto de Narciso, no intuye que esa pálida mancha amarilla que ha aparecido allí es en realidad él mismo. La nostalgia del Paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre.
Cuando, siendo niña, encontraba las compresas de la madre manchadas por la sangre de la menstruación, le daban asco y odiaba a su madre por no tener la vergüenza necesaria para esconderlas. Pero Karenin, que era perra, también tenía menstruaciones. Le venían una vez cada medio año y duraban quince días. Para que no ensuciase la casa, le colocaba entre las patas un gran trozo de algodón y le ponía unas bragas viejas suyas, que le ataba ingeniosamente con un cordón al cuerpo. Se pasaba catorce días riéndose de la forma en que iba vestida.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera

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