lunes, 20 de septiembre de 2010

Cuando crezca

...cuando por fin crezca y supere esta juventud, y los veinte solo sean los años del fulgor, los treinta el baúl de los azares,  los cuarenta el comienzo de la vida, y los cincuenta la canción casi definitiva, y que este con los que debieron estar, los que llegaron conmigo, cuando este lleno el vació, cuando la vida no me cause hastió, y los días hayan secado su estupor, cuando las glorias valgan mas, cuando los recuerdos tengan mas edad, cuando el deseo necesite bastón, y mis pensamientos tengan canas, cuando tenga que recoger la siembra, cuando el camino se quede atrás, y los sueños se hayan convertido en memorias, cuando haya escrito mis historias, y y mi futuro sea solo el presente, y mi destino el día en que ya no he de ser, entonces ese día, ese instante, ese pedazo de segundo acudiré a una sonrisa, y repasare por mi mente y por mis labios que la vida es bella, sumamente bella...


Admito que el hombre es un animal esencialmente constructor, obligado a dirigirse a sabiendas a un objetivo, sea el que fuere. Si es un ingeniero, ha de trazar sin descanso nuevas vías en no importa qué direcciones. Pero quizá precisamente por esta causa siente a veces el deseo de salirse por la tangente. Lo hace no sólo porque está condenado a trazar caminos, sino también porque, por muy necio que sea el hombre de acción, comprende a veces que los caminos conducen siempre a alguna parte, y que no es su dirección lo que importa, sino el hecho de que lo conduzcan a un lugar determinado. Así, al hombre juicioso no se le ocurrirá despreciar su profesión de ingeniero y no se entregará a la pereza, la cual es, como todo el mundo sabe, la madre de todos los vicios. Es indiscutible que al hombre le encanta trazar y construir caminos; pero también adora la destrucción y el caos. ¿Por qué?, díganme... Pero antes quiero decir algo más sobre este asunto.

Tal vez le gusten la destrucción y el caos (a veces le gustan; esto es indiscutible), porque tiene un temor instintivo a alcanzar la meta y terminar el edificio que construye. ¡Vaya usted a saber! Acaso este edificio sólo le gusta de lejos. Puede ser que le guste construirlo, pero no vivir en él, y esté dispuesto a abandonarlo aux animaux domestiques: a las hormigas, a los carneros, etc. Las hormigas tienen otros gustos; poseen un edificio verdaderamente extraordinario en su género: el hormiguero.

Las dignas hormigas empezaron construyendo hormigueros, y es probable que sigan construyéndolos eternamente, lo que hace honor a su constancia y a su sentido práctico. Pero el hombre es un ser versátil, y es posible que, como al jugador de ajedrez, le guste sólo la acción, sin importarle el objetivo que se puede alcanzar. Y, ¿quién sabe?, acaso el único objetivo que persigue la humanidad consista en ese esfuerzo, en esa acción; dicho de otro modo, tal vez la vida no tenga meta exterior, meta que, evidentemente, no puede ser más que ese «dos y dos son cuatro», es decir, una fórmula. Ahora bien, «dos y dos son cuatro» es un principio de muerte y no un principio de vida. En todo caso, el hombre teme siempre a ese «dos y dos son cuatro», y yo también le temo.

Cierto que el hombre sólo se ocupa en la busca de ese «dos y dos son cuatro», cruza océanos, arriesga su vida en este empeño..., pero les aseguro que teme encontrarlo, pues cuando dé con él, ya no tendrá nada que hacer. Terminado su trabajo y recibida la paga, los obreros se van a la taberna, y luego completan la noche de esparcimiento de modo que tienen para toda la semana. Pero nuestro hombre es muy diferente. Se observa en él cierta desazón cada vez que alcanza uno de sus objetivos. Desea aproximarse a la meta, pero cuando llega, no se siente satisfecho. Esto es verdaderamente gracioso. Y es que el modo de ser del hombre es algo tan cómico como un buen chiste. En fin, sea como fuere, eso de «dos y dos son cuatro» es algo sumamente desagradable. Yo lo calificaría de procaz. «Dos y dos son cuatro» nos desafía con insolencia. Con los brazos en jarras se planta en medio de nuestro camino y nos escupe al rostro. Admito que eso de «dos y dos son cuatro» es una cosa excelente; pero puesto a alabar, les diré que «dos y dos son cinco» es también, a veces, algo encantador.
Memorias del subsuelo
Fiodor Dostoevski

1 comentarios:

Paloma dijo...

... Pero aunque el hombre fuese otra cosa que una tecla de piano, aunque tal cosa se le pudiera demostrar por métodos matemáticos, no volvería en sí, sino que utilizaría alguna de sus tretas, por pura ingratitud, nada más que por salirse con la suya. Y si no los tuviera a mano, inventaría los medios de destrucción, de caos, y todos los tipos de sufrimiento necesarios para lograr su objetivo. Por ejemplo, maldeciría en voz lo bastante alta para que todo el mundo lo escuchara -maldecir es prerrogativa del hombre, y lo distingue de todos los demás animales-, y quizás el solo hecho de maldecir le daría lo que quiere, es decir, le demostraría que es un hombre, y no una tecla de piano...
Besos y feliz semana

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