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...te dejo el eco de mi nombre cuando ya no te diga nada,
las palabras que no dije, por orgullo o por temor,
las que dije mal, por no saber despedirme bien.
Te dejo la ternura, deshilachada y sola,
como un abrigo colgado en la estación errada.
Te dejo mis pasos que aún suenan en tu casa vacía,
la sombra de mí que se sienta en tu silla,
el olor a domingo sin nosotros,
los sueños que ahora ya no saben con quién soñar.
Te dejo el futuro que no fue, las promesas sin verbo,
la lluvia que no mojamos juntos,
y esta tristeza —tan mía, tan tuya—
que ya no cabe ni en mí...
Carta a una señorita en París
Julio Cortázar
En Buenos Aires, en la calle Suipacha, a usted la han destinado a vivir mientras trabaja en la sucursal, y ha tenido la amabilidad de ofrecerme su departamento de la calle Arenales. Me lo ofrece por carta, desde París, y yo acepto inmediatamente porque en este momento me encuentro sin casa, sin perro, y sin esperanzas.
Le agradezco la habitación con balcón al frente, la posibilidad de hacerme servir el desayuno a las ocho y media, y de comer y cenar fuera como de costumbre. No sé si el departamento tiene biblioteca. He traído mis libros, que son pocos.
La mudanza fue sencilla, de eso quería hablarle. Lo que me tiene preocupado, lo que me ha preocupado siempre, desde que era niño, es que vomito conejitos. Esto no sería nada si se tratara de un hecho excepcional, de algo que ocurre una o dos veces en la vida, lo mismo que un eclipse o una carta inesperada. Pero desde niño, desde que me acuerdo, he tenido que sufrir esto, y los médicos, tras mucho consultar entre sí, decidieron declararme incurable.
Al principio mi madre pensaba que yo me tragaba los conejitos, como otros chicos se tragan una moneda o un caramelo. Se daba la coincidencia de que casi todos los días me regalaban un conejito (eran de angora), y al poco tiempo se me encontraba vomitando. Yo era un niño triste, con el pelo lacio, las manos frías, y nunca hablaba si no era preguntado. Me gustaban las migas de pan, las cajitas de fósforos, las medallas.
Durante años vomité conejitos. No muchos: uno cada tres semanas, en promedio. La vida me fue enseñando que debía ocultar este rasgo, y así me hice hombre, pude emplearme en oficinas, hacer amigos, llevar una vida común.
Ahora, en su casa, sucede que al instalarme, con el cansancio de la mudanza, con esa manía de querer saber cómo funciona la ducha y si el tendero de enfrente me fiará la leche, he vomitado el primer conejito. No me ha sorprendido, pero sí me ha preocupado un poco.
He pensado que usted debe saberlo. Lo peor no es el conejito, lo peor es que la serie haya empezado otra vez. Los conejitos son tan blancos, tan suaves, tan limpios. Pero exigen tanto cuidado. Uno no puede dejarlos sueltos por la casa, porque mordisquean los libros, ensucian los sillones. Lo mejor es tenerlos en una jaula, alimentarlos con lechuga y agua fresca, cortarles las uñas, sacarles los piojos.
Yo no podría matarlos. No tengo ese valor. Y si los libero se me pierden por la casa. Una vez me pasó en Montevideo, en casa de unos amigos. Vomité un conejito sin que nadie me viera, y me pareció más prudente dejarlo suelto.
Cuando volví de la calle no lo encontré. Lo busqué durante dos días. A la tercera mañana mis amigos me echaron. Dijeron que no podía ser que alguien se pasara las noches dando vueltas por la casa, que entrara al cuarto de baño a las tres de la mañana, que hiciera ruidos en el desván.
Ahora he vomitado otro. Comprendo que esto va a seguir, que no podré detenerlo. He pensado en un sistema de jaulas, en ese nicho del ropero donde están los sombreros de verano. Pienso hacerles un pequeño corral.
Me gustaría que usted supiera que esto no es sucio, ni repugnante. Los conejitos son tan blancos. Tan suaves.
Le escribo esta carta, y me gustaría que usted la comprendiera. Que no me obligue a mudarme otra vez. Que comprenda que no tengo otra casa.
Yo cuidaré bien los muebles. Daré propina al portero. No haré ruido. Le prometo que apenas note que voy a vomitar un conejito lo llevaré enseguida a la jaula. No los dejaré sueltos.
Y además, quién sabe, tal vez esta vez no pase de cinco o seis. O tal vez se me cure del todo.