“... la ciencia, aguijoneada por su vigorosa ilusión, corre presurosa e indetenible hasta aquellos límites contra los cuales se estrella su optimismo, escondido en la esencia de la lógica. Pues la periferia del círculo de la ciencia tiene infinitos puntos, y mientras aún no es posible prever en modo alguno cómo se podría aluna vez medir completamente el círculo, el hombre noble y dotado tropieza de manera inevitable, ya antes de llegar a la mitad de su existencia, con tales puntos límite de la periferia, donde su mirada queda fija en lo imposible de esclarecer. Cuando aquí ve, para su espanto, que, llegada a estos límites, la lógica se enrosca sobre sí misma y acaba por morderse la cola –entonces irrumpe la nueva forma de conocimiento, el conocimiento trágico, que, aun sólo para ser soportado, necesita del arte como protección y remedio.”
Serbia
La mano de la buena fortuna
Nuestras Bellezas salía quincenalmente. Adam Lozanic tenía la obligación de ir a la redacción los lunes y revisar los artículos enviados por los corresponsales permanentes de todas las partes existentes e inexistentes del país. El encargo que esperaba llegó a buena hora, tendría toda una semana disponible para el trabajo mejor pagado en toda su carrera de lector y corrector. Tal vez por eso mismo, el joven no dejó de corregir deliberadamente la parte introductoria del número especial en la que se enumeraban, con demasiado entusiasmo, las riquezas patrias de caza. Tachó en el texto al problemático reno y al lado anotó: ''Incorrecto. Según es sabido, en nuestras tierras no se encuentra esta especie de animal polar''.
Al terminar el último artículo, alrededor de las tres, algo sobre el auge de turismo que generan los congresos, el joven vistió su chamarra verde olivo y empacó sus libros en un bolso deportivo. La redacción no contaba con ningún diccionario ni libro de ortografía, los estándares imprescindibles para un corrector. Cuidadoso respecto de la más mínima desviación, Adam se veía obligado a cargar constantemente todos esos kilos, porque el cuartucho de uso general lo ocupaban, por la tarde, las mujeres de intendencia y por la noche allí dormitaba el vigilante.
Ese día de noviembre, el cielo se coagulaba en un color tinta de calamar amenazando con empezar a gotear. Caminando hasta el minúsculo estudio que rentaba en la calle Milovan Milovanovic, abajo de la empinada calle Balkanska, y recordando de nuevo al hombre misterioso, el joven cambió de opinión y entrando a empujones en un autobús atestado en la Plaza de Terazije, se dirigió hacia la Biblioteca Nacional. Tenía la intención de averiguar quién era ese señor Anastas S. Branica, autor de un libro tan valioso como para que su dueño lo encuadernara en el lujoso safián. Allí trabajaba Stevan Kusmuk, un joven aplicado que se graduó a tiempo y por no estar acostumbrado al ocio, aceptó el trabajo de voluntario en la gran sala de lectura. Afortunadamente, los usuarios eran pocos y su amigo le ayudó durante casi dos horas de búsqueda en catálogos, bibliografías y lexicones de escritores. No había tal Branica.
-ƑEstás seguro de que se apellida así? Es extraño, si alguna vez hubiera publicado algo, debería de estar registrado aquí... -fruncía el ceño Kusmuk más tarde en la cafetería de la Biblioteca. No soportaba ni la más mínima duda; era famoso en la Facultad por las innumerables notas que acompañaban sus trabajos de seminario, a menudo más extensas que el propio texto.
-Sí, es decir, probablemente, tendré que verificar... -contestó Adam, sin querer revelar el motivo de su interés; estaba a punto de salir cuando notó a una jovencita bien parecida con un sombrero acampanado que bajaba de la sala de lectura a esa misma cafetería, seguramente para refrescarse como los demás con un café o un té.
-Dime, qué libros se llevó ella? -preguntó siguiéndola con la mirada sin dudar de que Stevan pudiera saber algo así, a condición de que hubiera sido él a quien la muchacha hubiera entregado su ficha con el título a traer del depósito.
-Diccionario enciclopédico inglés-serbocroata de Svetomir Ristic, Zivojin Simic y Vladeta Popovic, tomo primero, de la A a la M, edición fototípica de Prosveta, Belgrado, 1974 -respondió prestamente el amigo; en verdad tenía una memoria brillante.
Por un instante, Adam Lozanic dudó si debía esperarla. Es decir, si él también debía entrar en la sala de lectura, pedir el mismo volumen y aguardar allí su regreso. Sintió la esperanza de que éste pudiera ser uno de esos días en los que lograba adentrarse en el texto a tal grado que cobraba conciencia de otros lectores. Así, a finales del séptimo semestre, tuvo un romance prometedor con una compañera, la más bonita del grupo de Literatura Universal, pero cuando trató de acercársele de verdad en el atrio de la Facultad, ella simplemente le dio la espalda.
-Le gustan los paseos junto al río? -no se dio por vencido, queriendo hacerle recordar su lectura simultánea, de una novela realista, en la orilla descrita con lujo de detalles; justo el día anterior había pasado allí toda la tarde.
-Me gustan, si tú pasas a nado al otro lado -bromeó ella delante de los demás.
Esa semana no volvió a pisar el aula, le parecía que la burla sonora de la chica seguía resonando en el edificio de la Plaza del Estudiante.
Entonces, de qué le serviría acercarse también a esta joven hermosa con el sombrero acampanado, si ella no lo reconociese en la vida real. La lectura simultánea, se preocupaba Adam, se estaba convirtiendo en una obsesión que podría llevarlo demasiado lejos.
-Kusmuk, cuando un libro llega a apasionarte particularmente, tienes la sensación de no estar solo, de que además de ti hay otros semejantes, entusiastas, que por casualidad, por la ley de probabilidad, lo inician al mismo tiempo, en otra parte de la ciudad, en otra ciudad, tal vez, en otra parte del mundo? -se le salió, y enseguida se arrepintió.
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