Costa de Marfil
Un soldado de doce años
En el pueblo de Kik la guerra tribal llegó hacia las diez de la mañana. Los niños estaban en la escuela y los padres en la casas.
Kik estaba en la escuela y sus padres en casa. Los niños ganaron la selva a partir de las primeras ráfagas. Kik ganó la selva. Y, mientras hubo ruido en el pueblo, los niños permanecieron en la selva. Kik permaneció en la selva. Fue justo a la mañana siguiente, momento en el que ya no había ruido, cuando los niños se aventuraron hacia su concesión familiar. Kik regresó a la concesión familiar y encontró a su padre degollado, a su hermano degollado, a su madre y hermana violadas y con las cabezas partidas. Muertos todos sus parientes, próximos o lejanos. Y cuando no se tiene a nadie en el mundo, ni padre ni madre ni hermano ni hermana, y se es buen pequeño, un buen pequeño en un jodido y bárbaro país donde todo el mundo se degüella, ¿qué hacer?
Nos convertimos en un niño soldado, un small soldier, un child soldier, para comer y también para degollar a nuestra hora; sólo nos queda eso.
[...]
Y al fin, el domingo por la mañana nos sentimos felices de encontrarnos en los alrededores de Niangbo. Nos instalaron y nos sirvieron hachís en cantidad. Éramos los primeros, la vanguardia, los exploradores. Estábamos impacientes por combatir.
Estábamos todos fuertes por el hachís, como toros, y todos teníamos confianza en nuestros fetiches. Detrás de nosotros, el regimiento de los soldados, y algo más lejos, el estado mayor con el general Onika en persona. La operación estaba dirigida por el general. Ella quiso estar allí para castigar a la gente de Niangbo. A su lado estaban los fetichistas, los dos fetichistas, Yacuba y el antiguo, llamado Sogu. Sogu era un fetichista de raza krahn. Llevaba la cadera y la cabeza ceñidas con bandas de plumas. Y tenía el cuerpo coloreado con caolín.
El ataque comenzó al amanecer. Nos habíamos infiltrado hasta las inmediaciones de las primeras chozas. Cada kalachnikov estaba servido por cinco niños soldado. El primer grupo atacó. Para nuestra sorpresa, las primeras ráfagas de los kalach fueron respondidas por otras ráfagas. Los habitantes y los soldados de Niangbo nos esperaban. No había habido sorpresa. El primer servidor cayó. Lo reemplazó otro, éste cayó, abatido a su vez. Y luego llegó el turno del tercero. Y ya era el cuarto quien arrancaba. Nos replegamos, dejando a nuestros muertos sobre el terreno. La entera estrategia elaborada por el general Onika era cuestionable. Los soldados ocuparon nuestras posiciones en la vanguardia del combate. Ellos recogieron los cadáveres.
Portugal
Ensayo sobre la ceguera (fragmento)
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra de asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloque de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar el automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabemos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta. Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloque de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar el automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabemos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta. Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas repentinamente revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer.
0 comentarios:
Publicar un comentario