" Agosto comenzó soleado y tibio, como para disimular. Pero pronto las flores amarillas le fueron dando su olor de inminencia y el espartillo seco su tinte exangüe. Pronto el norte templó sus cuerdas secas y en la guitarra tensa del viento, en la inquietud de los animales se olió todo el presentimiento. Luego la lluvia puso la calma provisoria. La languidez de la lluvia afloja la tensión extrema. Así fue hacia fines de aquel agosto, en que mi gente comenzó a reponerse de la sorpresa. Digo mi gente, la más mía; no la que vino conmigo, sino la que me vio nacer, jugar, crecer; la que me conoció como «el hijo de don Rivero» y luego se apresuró a llamarme «el Doctor», y que ahora contemplaba con asombro mi inusitado regreso.
Siempre había sido así, siempre es así; el viento norte incendia y la lluvia apaga el furor. Ahorita mismo las ramas de los árboles se estiraban, los pastos se distendían y las raíces se meneaban como gusanos, como culebras. Y de golpe, en medio de esa tirantez, se instauró el silencio total -se lo hubiera podido tocar, medir por la cinta de los relámpagos-, y luego la lluvia, el largo concierto de la lluvia. Especial para dormir; ¡si uno pudiera cerrar los ojos! Pero no; sigue la lluvia, interminable como el tiempo vacío que nos ata, como esta lluvia interminable, como este tiempo. "
Nueva Zelanda
" Las seis semanas que pasé en el hospital Seacliff en un mundo que nunca hubiera pensado que pudiera existir, fueron para mí un curso condensado de los horrores de la locura. Desde mis primeros momentos allí, supe que no podría volver a mi vida normal ni olvidar lo que vi. Muchos pacientes confinados en otros pabellones no tenían nombre, solo apodo; sin pasado, sin futuro, solo un Ahora encarcelado; una eterna tierra del presente, sin horizontes que la acompañen. "
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